Por
decisión unánime de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, máximo órgano
jurisdicional de nuestro Estado de Derecho, el juez Baltasar Garzón ha sido
condenado por prevaricación al restringir los derechos de defensa en el caso Gúrtel
por ordenar escuchas de las conversaciones entre los imputados y sus abogados
defensores. El juicio, como los dos que aún tiene pendientes, se ha celebrado
bajo una presión mediática y política irresponsable que, en una especie de
ceremonia de la confusión, ha creado en la opinión pública un caldo de cultivo
peligroso, convirtiéndolo en un debate maniqueo entre buenos y malos, entre
izquierdas y derechas, cuando sólo se trata de un asunto judicial: un juicio.
Los excesos verbales, que se siguen vertiendo tras la condena, exceden los
límites de lo tolerable, en especial los vertidos por dirigentes políticos y sindicales,
que debieran ser defensores del marco democrático, en el que participan, y de
sus reglas de juego, en vez de incitar al desacato a las resoluciones que se
encargan de aplicarlas y de velar por su cumplimiento. Nuestro Estado de
Derecho y su sistema judicial, susceptible de mejora como cualquier otro, está
homologado con los del resto de países democráticos, especialmente con los de
nuestro entorno, lo que desacredita a quienes irresponsablemente arremeten
contra las instituciones que, democráticamente, nos hemos dado; un fenómeno
inexistente en cualquiera de los citados países.
Ni
los corruptos han condenado a Garzón, como dice Llamazares entre otros, ni se
le condena por luchar contra la corrupción, como ha hecho en casos anteriores.
Al juez instructor le condena el TS por prevaricación: delito que cometen los
funcionarios públicos al faltar a sabiendas o por ignorancia inexcusable a las
obligaciones y deberes de su cargo. Algo que cualquier persona mínimamente
informada debiera saber. Se le condena a instancias de la demanda interpuesta
por el abogado defensor de un imputado por corrupción tras constatar que se
vulneraba su derecho en el ejercicio de su profesión y el de la defensa de su
cliente por haber ordenado el juez grabar las conversaciones entre ambos de
forma ilegal. Salvo excepciones que contempla la ley, escuchar conversaciones
entre abogado y cliente es muy grave en cualquier estado de derecho; hacerlo de
forma genérica e indiscriminada, como ha sido probado en el juicio, es todavía
peor. Se están violando derechos fundamentales que, tal como dice la sentencia,
son prácticas propias de estados totalitarios y, por tanto, inaceptables en
estados democráticos. Estos son los hechos concretos al margen de
especulaciones.
Garzón es condenado,
como cualquier otro ciudadano, tras un juicio con todas las garantías y todas
las libertades para la comprobación de la prueba. Es más, por la calidad
suprema del tribunal que le juzga debido a su aforamiento, ha gozado, si cabe,
de un plus de privilegio legal que no tiene la inmensa mayoría de ciudadanos.
Dicho tribunal, que todos quisiéramos si nos viéramos incursos en un proceso
penal, basa su demoledora sentencia, técnicamente inapelable y por unanimidad,
en hechos probados, al extremo que hacen casi lógica la unanimidad, pues los
hechos probados que relata son tan meridianamente claros que impiden la defensa
de cualquier voto particular por parte de cualquiera de sus miembros,
circunstancia que, de haberse dado, tampoco invalidaría la sentencia, aunque,
al menos, daría algún crédito a las críticas, que no a los insultos, por los
argumentos expuestos en la defensa del voto particular. Ni siquiera es el caso
de esta sentencia que, haciendo referencia a jurisprudencia internacional en
temas de derechos humanos y garantías, consagra el derecho de defensa que
cualquier demócrata debiera apoyar, pues una justicia sin garantías ni límites
es una injusticia.
Se
supone que todo demócrata, al margen de su ideología, entiende que nadie debe
ser impune, independientemente de su perfil o su trayectoria; que nadie debe
estar por encima de la ley; que un pasado brillante no exime de un futuro error
grave; y que el fin, por loable que sea, no justifica los medios. Asimismo, que
mezclar ideología con justicia es perverso, pues, al margen de la ideología que
personalmente tenga cada uno de los magistrados, imputados o abogados
defensores, la aplicación de la justicia ha de ser objetiva, concreta y puntual
con arreglo a la legalidad vigente tras la comprobación de los hechos
imputados. Es preocupante que, estando de acuerdo con estos principios, se esté
dando semejante espectáculo callejero y mediático; sería incluso peligroso si
los protagonistas del mismo estuvieran en desacuerdo con ellos. Pero lo
realmente grave, que debiera preocuparnos a todos, son las consecuencias
procesales que puedan derivarse de la delictiva actuación del juez Garzón en la
instrucción del caso Gürtel, no vaya a ser que quienes le califican ahora
frívolamente como su “primera víctima”, tengan que reconocerlo después como su
mejor defensor, por más que su intención fuese lo contrario. Si un elemento
probatorio es nulo cuando se obtiene de forma ilegal, ya que sólo en procesos
inquisitoriales se utiliza cualquier método para descubrir la verdad, está en
riesgo declarar nulo el caso Gúrtel o parte del mismo, lo que impediría o
dificultaría esclarecer uno de los casos más graves de presunta corrupción.
¿Quién sería el responsable si así fuera, el TS o Garzón, quien aplica la ley o
quien delinque?
Calificar
“a priori” de fascista al TS y, “a posteriori”, de prevaricador y corrupto, o
manifestar que no se respete ni se acate la sentencia, es sencillamente
delictivo. Al menos lo sería en cualquier otro país democrático. En el nuestro,
como es totalitario, no lo es.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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